Lc 2, 36-40
En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana: de jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba.
Reflexiones de José María CAstillo
1. El ejemplo de esta mujer, sencilla, desconocida, pero persona de una intensa piedad y de una perseverancia incansable, en su actitud de oración y fidelidad al Señor, es un modelo a imitar, no sólo para los israelitas. También los creyentes en Jesús necesitamos esta espiritualidad. Incluso el propio Jesús, como he tenido ocasión de ver a lo largo del año, sintió la necesidad de la oración, de la frecuente y prolongada oración, en la soledad y el silencio que serenan el espíritu y nos dan fuerza para perseverar en la fidelidad a lo que puede dar sentido a nuestras vidas.
2. La novedad de Jesús estuvo en que desligó su espiritualidad del Templo: Jesús oraba en la soledad del campo o del monte. Y, por otra parte, supo armonizar la espiritualidad con una vida activa agotadora. Pero está claro que el ejemplo de la profetisa Ana nos recuerda una dimensión de la fe religiosa que con frecuencia descuidamos. Es evidente que el distintivo del cristianismo no es la sola espiritualidad y el retiro en aislamiento de las condiciones históricas, sociales y políticas en las que vivimos. Y también de las que vivimos. La sola espiritualidad, bloqueada en sí misma y en sí sola, nos aleja de la realidad de la vida. O nos hace ver la vida como realmente no es.
3. Por eso, también el caso ejemplar de esta piadosa mujer nos descubre la originalidad de Jesús y la innovación revolucionaria que representó su vida. Una vida que supo armonizar la más profunda espiritualidad con el más exigente y atrevido compromiso social e incluso político, como se puso de manifiesto en la muerte de Jesús en la cruz, donde ajusticiaban a quienes eran considerados como individuos peligrosos o subversivos para los intereses del poder, tanto religioso como político.
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