(Lc 11,1-4): Sucedió que, estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
Jesús nos enseña que el trato con Dios en la oración debe ser como a un padre, como si en familia estuviéramos, con toda confianza, sin secretos. En intimidad. Sin recelos, llamando a las cosas por su nombre, como a un buen padre, en un ambiente cordial y de sencillez, sin miramientos ni formalismos.
Por tanto no es una cosa exterior, sino que depende del interior de las personas. No son tanto ritos externos y formularios, sino algo que sale del corazón, y que se puede hacer tanto en la sala de estar como cuando se va caminando por la calle, acompañado de los padres que nos valoran y aceptan tal como somos.
Este clima puede crearnos una sensación interior de gozo y paz. Lógico. Es consecuencia de la oración.
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