Mt 8,23-27): En aquel tiempo, Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».
La barca estaba agitada, las olas la movían de un sitio para otro. Era lógico el miedo. La tormenta en el mar debe ser un drama que, para los que lo viven, va de aumento en aumento. Cada minuto se hace una hora, cada segundo un minuto. En otro tiempo los discípulos de Jesús mientras pescaban. Hoy, en tiempo presente, miles de personas cada año abandonan su hogar en busca de un trabajo digno, de una vida con comida, de un lugar con techo, y después de largas caminatas por los desiertos, como también Jesús un día, atraviesan el mar en lanchas, pateras o cayucos, como queramos llamarle, sin condiciones físicas ni psíquicas. Hoy traemos aquí su grito desesperado: Señor, sálvanos que perecemos.
Traemos también nuestros gritos y miedos: el miedo de no tener trabajo, de que el dinero no nos llegue a final de mes, de los amigos y familiares que han tenido que ausentarse en busca de algo mejor, el miedo de nuestros egoísmos y el de los demás que impiden desarrollarnos, el miedo de las guerras e injusticias, el miedo de nuestra superficialidad, el miedo a nosotros mismos, y, sobre todo, traemos también el miedo que nosotros, personalmente, nuestras comunidades, la propia Iglesia, tiene o puede tener al Evangelio, a su desarrollo entre nosotros, a vivir las bienaventuranzas, a practicar sus valores que nos llevarían a amar sin medida y sin esperar nada a cambio.
Nuestros miedos, sí, pero también los miedos de los que físicamente atraviesan las tormentas del amor se convierte hoy en grito: Sálvanos, Señor, que perecemos, con la confianza de quedarnos maravillados pues los vientos y el mar le siguen obedeciendo. Eso sí, hay vientos que para que dejen de soplar con fuerza, necesitan de nuestra entereza y firmeza, y, sobre todo, de nuestra fidelidad.
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