(Mt 5,43-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial».
Eso, ser perfectos. Nada sencillo. Y la medida de la perfección se pone en el trato a los enemigos. Nos recomienda que les amemos y tengamos en cuenta para ellos también el desborde del bien. Dicen que no es lo mismo no desearles mal que amarles. Que lo segundo implica una carga más positiva hacia las personas. Nosotros nos solemos contentar con lo primero. Aunque en ocasiones pensamos que si bien no deseamos mal al que nos ha hecho daño, al menos que se dé cuenta por experiencia vital de lo que es lo que ha generado. Pero nos insiste en amar a los enemigos.
Quizá estas expresiones o reflexiones de Luis Alemán nos pueden sacar de la duda anterior y ofrecernos un criterio de discernimiento:
“Si ofendes u olvidas a tu hermano
no te hagas la ilusión de creerte cristiano.
El pecado no es infringir una ley.
El pecado. Es decir: no la imperfección, no el mal en abstracto, no la fragilidad, no el descuido. Sino la maldad consciente e individualizada. El egoísmo que mata al hermano, lo utiliza, aplasta, viola, olvida, manipula, margina, la locura autodestructiva. “
Es desear conscientemente lo malo para el otro lo que nos puede impedir amar a los enemigos.
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