(Jn 14,27-31a): En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros’. Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado».
Les dejo la paz, pero anuncia la conveniencia de irse. Ya sabemos como fue su ida: pasando por la cruz, por el dolor. Pero no porque lo eligiese, lo condenaron por sus palabras, por sus hechos, fue perseguido y encausado. Su conducta no gustaba. La paz del Maestro no es a cualquier precio. En otro momento dice que ha venido a traer fuego a la tierra, y lo que quiere es que arda. El fuego de los valores de su Reino, valores conocidos como la justicia, la igualdad, la libertad, el buen sentir, la honradez, el amor… que conducen a la paz, no siempre bien vista, de esta manera, por todos. No lo fue por la sociedad y los poderes de entonces. No parecen tampoco los valores que se inducen a nuestro lado.
El sigue regalando la paz en todos los tiempos porque sigue en el corazón de las personas, como estaba en la barca de Pedro, aunque pueda parecer dormido. Eso sí, como hemos comentado, no es la paz de los cementerios, ni de la injusticia, ni del pasotismo. No es la paz meramente exterior, de sonrisa facilona o superficial.
Paz para las personas y los pueblos. Paz también para la Madre Tierra que es la que nos alimenta y sustenta. Los llamados últimos a protegerla y cuidarla, así como respetar a sus pueblos originarios entran también en la paz del Reino. Es la conexión con la naturaleza, en definitiva con la creación y su Creador, y con los ritmos propios que el Universo tiene.
|