(Jn 6,35-40): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día».
Hoy como pan, otras veces como luz, en alguna como el buen pastor, o como la misma vida. Alguien que siempre está para dar, para entregarse. Bien como alimento, bien como guía, bien orientando, bien motivando.
Es la luz, la fuerza creadora que anima nuestro interior y también el cambio social, pues ha venido a hacer presente un Reino, el de Dios, con unos valores concretos que se traducen fundamentalmente en fraternidad.
Quien le sigue habla su voz y se convierte de alguna forma en portador de sus mismos valores, de tal forma que también cada uno de nosotros, como imagen suya, podremos decir “yo soy la luz”, en la medida que vamos iluminando, motivando, orientando, alimentando el hambre y calmando la sed. Hemos surgido de esa misma corriente espiritual suya, el Bautismo nos introdujo en esa dinámica. Hechos a la imagen y semejanza de Dios, somos instrumentos suyos en la realidad de nuestro entorno.
Su Palabra es recogida en nuestros corazones y al tiempo la extendemos hacia el exterior de nosotros mismos.
Que esa fuerza espiritual que nos ha dado nos haga conscientes de que El no pierde nada de lo que se le ha dado. Por eso andamos en el buen camino y podemos y debemos ser también paz, luz, vida para los demás
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