(Lc 24,35-48): En aquel tiempo, los discípulos contaron lo que había pasado en el camino y cómo habían conocido a Jesús en la fracción del pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero Él les dijo: «¿Por qué os turbáis, y por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo». Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?». Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos.
Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: ‘Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí’». Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas».
VIVIR DE SU PRESENCIA
José Antonio Pagola
www.eclesalia.net
Sólo cuando ven a Jesús resucitado en medio de ellos, el grupo de discípulos se transforma. Recuperan la paz, desaparecen sus miedos, se llenan de una alegría desconocida, notan el aliento de Jesús sobre ellos y abren las puertas porque se sienten enviados a vivir la misma misión que él había recibido del Padre.
La crisis actual de la Iglesia, sus miedos y su falta de vigor espiritual tienen su origen a un nivel profundo. Con frecuencia, la idea de la resurrección de Jesús y de su presencia en medio de nosotros es más una doctrina pensada y predicada, que una experiencia vivida.
Cristo resucitado está en el centro de la Iglesia, pero su presencia viva no está arraigada en nosotros, no está incorporada a la sustancia de nuestras comunidades, no nutre de ordinario nuestros proyectos. Tras veinte siglos de cristianismo, Jesús no es conocido ni comprendido en su originalidad. No es amado ni seguido como lo fue por sus discípulos y discípulas.
Se nota enseguida cuando un grupo o una comunidad cristiana se siente como habitada por esa presencia invisible, pero real y activa de Cristo resucitado. No se contentan con seguir rutinariamente las directrices que regulan la vida eclesial. Poseen una sensibilidad especial para escuchar, buscar, recordar y aplicar el Evangelio de Jesús. Son los espacios más sanos y vivos de la Iglesia.
Nada ni nadie nos puede aportar hoy la fuerza, la alegría y la creatividad que necesitamos para enfrentarnos a una crisis sin precedentes, como puede hacerlo la presencia viva de Cristo resucitado. Privados de su vigor espiritual, no saldremos de nuestra pasividad casi innata, continuaremos con las puertas cerradas al mundo moderno, seguiremos haciendo «lo mandado», sin alegría ni convicción. ¿Dónde encontraremos la fuerza que necesitamos para recrear y reformar la Iglesia?
Hemos de reaccionar. Necesitamos de Jesús más que nunca. Necesitamos vivir de su presencia viva, recordar en toda ocasión sus criterios y su Espíritu, repensar constantemente su vida, dejarle ser el inspirador de nuestra acción. Él nos puede transmitir más luz y más fuerza que nadie. Él está en medio de nosotros comunicándonos su paz, su alegría y su Espíritu.
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