(Jn 8,21-30): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos:«Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir». Los judíos se decían: «¿Es que se va a suicidar, pues dice: ‘Adonde yo voy, vosotros no podéis ir’?». El les decía: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados».
Entonces le decían: «¿Quién eres tú?». Jesús les respondió: «Desde el principio, lo que os estoy diciendo. Mucho podría hablar de vosotros y juzgar, pero el que me ha enviado es veraz, y lo que le he oído a Él es lo que hablo al mundo». No comprendieron que les hablaba del Padre. Les dijo, pues, Jesús: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que yo soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo. Y el que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él». Al hablar así, muchos creyeron en Él.
Cuando me hayan levantado, comprenderán quien soy. Cristo, levantado, con los brazos abiertos, erguido, en cruz, abrazando a la humanidad desde el centro de su corazón muestra quien es, para qué ha venido, y el amor de Dios. La cruz es uno de los grandes distintivos del creyente y del caminar cristiano. Su perpendicular hacia lo alto baja lo divino a lo terreno, mezclándolo y haciéndolo accesible a todo ser humano, al tiempo que nos eleva desde nuestro interior a la divinidad, sumergiéndonos en la misma.
En un acto que no es solo individual, de Dios a cada uno de nosotros y de cada uno de nosotros a Dios, sino que también es comunitario, social, pues la cruz desde su brazo horizontal, con el Maestro en el centro, extiende sus lazos a toda la humanidad, abrazándola en torno suyo. La cruz, gran signo del encuentro nuestro con Dios y con la humanidad, pues para que ello sea posible cada día tenemos también no que renunciar a nosotros mismos y olvidarnos de nosotros, pero sí que negar nuestro egoísmo e individualismo. Por eso, la cruz lleva consigo también un simbolismo de esfuerzo, de lucha, de superación para hacer lo que agrada a Dios.
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