Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
No es cuestión de muchas palabras. Es un asunto de confianza. Como los que se entienden con la mirada. Como la historia esa que anda por la red: “Señor, aquí está Juan”. Ya El conoce a Juan, sabe de lo que le alegra y le preocupa. Y Juan confía en El. Porque Juan es su hijo y Dios es su Padre. También de ti que lees este texto, y de nosotros los que lo hemos escrito. Es “nuestro”. Somos hermanos. Buena experiencia para que la tengamos todos, también los que hacen leyes para todos, también para los que dirigen la economía y hacen oscilar las tendencias para un sitio y otro. Es Padre nuestro, o sea de todos y de cada uno, no importa el género, la profesión, la condición social, el lugar de nacimiento, el color de la piel, las ideas políticas o religiosas.
Repitiendo el Padre Nuestro que Jesús nos enseña despacio, siendo consciente de cada frase, estamos haciendo un repaso a nuestras vidas y orando con intensidad, tanto en gratitud como en súplica y disponibilidad. Intentémoslo. Sin prisas, sin la rutina en la que algunas veces caemos. Paremos entre frase y frase, contemplémosla. Veamos y redescubramos su riqueza. Y también su compromiso. El del Padre y el nuestro, el de sus hijos.
Santa Teresa decía que solo esas dos palabras –Padre Nuestro- la elevaban en oración íntima. Igual, si las saboreamos despacio como hemos comentado, se nos ensancharía el corazón. Y, en consecuencia, sería fácil después amar al hermano, realizar el perdón, practicar la justicia, sentirnos en igualdad. De alguna manera nos estamos poniendo a disposición de Dios –hágase tu voluntad- y reconociendo su acción en nosotros –santificado sea tu nombre-. No será fácil llegar a ser “hombres nuevos” sin oración, y en concreto sin esta oración intensamente orada, valga la redundancia.
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