(Mc 8,27-33): En aquel tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que uno de los profetas». Y Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Descubrir quién es Jesús es tarea permanente. La pregunta que se nos hace hoy “¿Quién dices tú que soy yo?” la hemos comentado ya en varias ocasiones en este espacio, y permanentemente se nos dirige a nuestra conciencia. En definitiva es preguntarnos cuál es nuestra relación personal con Jesús, pues en la medida que la tengamos y que sea intensa, de igual calidad será también nuestro conocimiento y adhesión personal. Solo haciendo silencio en nuestro corazón, encontrándonos con nuestro yo más interior, podemos tener una respuesta a esta pregunta. Y es bueno que busquemos ese espacio, no solo que lo busquemos sino que intentemos recuperarlo a diario: encontrarnos con nuestra mismidad.
Generalmente estamos como el ciego del que nos hablan los evangelios, como comenzando a ver, pero aún sin mucha claridad. Lo que se percibe poco a poco después de una intervención ocular, cuando se nos quitan las vendas. Y si además se nos habla de cruz, de pasión, de muerte más difícil se nos hace contemplar a lo que tenemos que enfrentarnos positivamente.
Recordemos la pregunta: “Y tú quién dices que soy yo?”. No nos pregunta lo que sabemos de su vida, de sus obras, de su doctrina, sino quién es El nuestra vida. De la respuesta a esa pregunta depende nuestra relación con Dios, con los demás, con la sociedad, nuestra forma de situarnos en la vida, de buscarnos a nosotros mismos, de encontrarnos con la verdad, nuestra manera de vivir e incluso nuestra postura ante el morir.
Para unos es simplemente un personaje histórico, un hombre de bien, el hijo de José y María. Para otros fue una persona despreciada y rechazada que llegaron a condenar. Para algunos un simple revolucionario con connotaciones políticas independentistas. Para muchos un profeta, todo un maestro, alguien con poder de hacer milagros. En algunos momentos causa de vergüenza incluso para sus allegados. Por lo general aparece en los textos evangélicos, con mucha frecuencia, como un desconocido. Reacciones similares podemos encontrar en la sociedad que nos rodea. Pero la cuestión hoy es algo más personal. No es lo que piensan los demás, sino lo que piensas tú y yo, cada uno de nosotros. Si queremos conocer nuestro interior, no nos queda otra solución que responder a dicha pregunta.
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