(Mc 7,14-23): En aquel tiempo, Jesús llamó a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Quien tenga oídos para oír, que oiga».
Y cuando, apartándose de la gente, entró en casa, sus discípulos le preguntaban sobre la parábola. Él les dijo: «¿Así que también vosotros estáis sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado?» —así declaraba puros todos los alimentos—. Y decía: «Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».
Palabras llenas de una gran sabiduría y de un sentido natural de las cosas que son aplicables a cualquier filosofía, ideología, religión o manera de vivir. No es lo que entra de fuera para dentro, sino lo que sale de dentro hacia fuera lo que mancha el corazón de la persona. Palabras sabias que ponen en entredicho los absolutismos que hacemos de ritos, costumbres, comidas, prácticas que, olvidándose de lo esencial y permitiendo su uso con actitudes inhumanas, nos hacen caer en el fanatismo. Algo similar a aquello otro de “no son las personas para el sábado, sino éste para aquellas”. Las normas y similares están para que los seres humanos crezcamos más por dentro y desde nuestro interior expandamos el bien, la salud, la igualdad y actitudes similares. Por eso es que nos advierte también que dejando los mandamientos de Dios, nos hemos aferrado a la tradición de los hombres, dándole a ésta, que viene impregnada de la costumbre cultural de una época, más importancia que a la Palabra y al interior del ser humano. De esa forma lo honramos con los labios y alejamos nuestro corazón del ser divino.
Estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos, vivamos donde vivamos siempre hay cosas, costumbres que nos rodean, que vemos, que oimos, que leemos. No es eso lo que nos contamina, sino nuestra forma de actuar ante esas realidades. No es el insulto recibido, ni el desprecio, ni la mala noticia que nos llega, ni el problema familiar, ni la canción de moda, ni las decisiones de aquellos políticos, ni la provocación que recibo. Es nuestra actitud interior la que nos salva, no el rito, ni la comida que dejamos de hacer, ni la prohibición de ciertas cosas. No necesitamos que nadie prohiba algo por ley para realizar lo que hemos de hacer por convicción personal y creyente.
Necesitamos para ello ese corazón nuevo de que nos hablan los profetas, y que solemos pedir cuando cantamos: “Danos un corazón grande para amar. Hombres nuevos, amando sin fronteras, por encima de razas y lugar; hombres nuevos al lado de los pobres, compartiendo con ellos techo y pan”. Las cosas contrarias a estas actitudes que proceden del egoísmo personal son las cosas que manchan nuestros corazones.
Hoy tenemos un ejemplo práctico en la fiesta que celebramos, la fiesta de María, bajo su internacional advocación de Ntra Sra de Lourdes. Ella guardaba lo que escuchaba en su corazón. Sus actitudes nos la explica María Dolores Aleixandre en su libro “Círculos sobre el agua”, de esta manera: “Dios pronunció el nombre de Maria en nuestra historia y los Evangelistas lo dejaron resonar casi intacto. La sobriedad de sus datos es como la caja sonora que ha permitido que Maria siga vibrando limpiamente a través de los siglos. Quizá la mejor alabanza que podemos aplicarle sea decir de Ella que fue la tierra buena que, en la parábola de Jesús, da el ciento por uno, o la semilla mínima que luego se convierte en árbol frondoso. María, "nuestra tierra", convertida en celestial Princesa. María disfrazada de gran señora, en tantas imágenes, que nos hacen olvidar que Ella quizá sería hoy de las que van a lavar la ropa de una de esas señoras…
El calificativo "mariano" tomado en vano en tiendas de souvenirs, en agencias de viajes, y en rivalidades de cofradías. Los santuarios marianos teniendo que proteger con puertas blindadas y alarmas, los tesoros de la que tuvo que acogerse, en la presentación de su Niño en el Templo, a la excepción que preveía la Ley en favor de los pobres, y ofreció dos tórtolas en lugar de un cordero. Nosotros empeñados en exaltarla con grandes títulos con mayúsculas, y tan desmemoriados, en cambio, para recordarla en sus minúsculas: vecina de un pueblo de fama dudosa, sierva del Señor y sirvienta de su prima embarazada, humillada por las sospechas sobre su maternidad, desconcertada por las respuesta de su hijo Jesús, despojada de todo privilegio sobre El, vencida junto a su Hijo, fracasado y ajusticiado fuera de la ciudad”. Y son justamente estas cosas minúsculas las que la han hecho importante, las que la han convertido en la primera creyente y que luego la han adornado con innumerables títulos. Su deseo de fidelidad, aquello que le salió de su corazón, fue lo que le hizo grande, y para nada le contaminó las costumbres de su pueblo, tan diferentes a la práctica que Ella llevó.
|