(Lc 21,34-36): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre».
Estén en vela, vigilantes y despiertos, oren, sean fuertes, manténganse en pie. Son las instrucciones simbólicas que nos da el Maestro para que nuestros corazones no estén pesados y caigan al suelo, sino que se mantengan con el calor y la viveza suficiente para seguir amando y estando libres.
A veces, se dice, que los árboles nos impiden ver el bosque, que lo inmediato no nos deja ver lo urgente, que ofuscados por las múltiples actividades de la vida nos olvidamos de las cosas esenciales y fundamentales. El texto de hoy es una llamada a ello. A que las preocupaciones de la vida no nos emboten, y nos impidan la libertad interior.
No es cuestión de quejarnos de cómo andan las cosas, o de lo mal que lo hacen otros. Es cuestión de centrarnos en nuestra propia actitud interior y seguir el camino y la tarea que se nos ha marcado. Es cuestión de, como se comenta advirtió Badem Powel a sus scouts poco antes de morir, dejar el mundo en mejores condiciones de cómo lo hemos encontrado. Es cuestión de pasar por el mundo sin perder el Norte de nuestras vidas. No son cosas catastróficas ni apocalípticas. Despedimos el año litúrgico con esta llamada a vivir la normalidad evangélica del día a día: orando y trabajando
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