(Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Domingo, 2 de noviembre de 2008, 31º Ordinario: Los Fieles Difuntos
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Jb 19,1.23-27a: Yo sé que está vivo mi Redentor
Las grandes ciudades son como jardines de vida. La vida es especialmente la humana, con todas sus manifestaciones. Sobre esos jardines de vida se levanta dominadora la muerte. Ni individuos, ni colectividades, ni instituciones logran escapar a su dominio.
Todo lo humano está condenado a morir. Y cuanto más floreciente sea la vida, más trágico será el espectáculo cuando por ella pase, como por un campo de batalla, la muerte. La vida es una lucha sin tregua contra la muerte. Comer, beber, cuidarse… son operaciones tácticas que no esquivan, sin embargo, a la muerte. Sobre la vida domina la muerte. Es lo que parece.
Los grandes cementerios representan el reino de la muerte. Pero sobre ellos se levanta, dominadora, la vida. El destino del hombre no es ni puede ser la muerte. Su destino es la vida. Nada más cierto para los hombres que la necesidad de la muerte; nada más cierto para el cristiano que la existencia de la vida después de esa muerte. “El que cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11,25). Es la palabra de Jesús pronunciada en una ocasión solemne, antes de despojar a la muerte de su presencia en la persona de Lázaro, primicia y argumento de la resurrección de todos los creyentes.
Aunque todo viviente esté avocado a la muerte, sobre la muerte domina la vida. El cristiano tiene una firme persuasión: la existencia del alma inmortal y la resurrección de los cuerpos en el último día. El hombre, creado a imagen de Dios, es también eterno en su destino. Y como Dios es padre, el destino de sus hijos es compartir su dicha para siempre.
El cristiano sabe, además, que hay alguien que ha vencido a la muerte. Jesucristo se enfrentó con ella, y se dejó engullir por ella para vencerla. La muerte no pudo retenerlo en el sepulcro. El era la resurrección y la vida. Era también la cabeza. Por eso todos los que le siguen en la comitiva de los creyentes son también más fuertes que la muerte.
Cristo no se contentó con triunfar de la muerte descorriendo la piedra del sepulcro; quiso bautizar y transformar la muerte para darnos por ella nueva vida.
Jesús hizo pasar la muerte de la categoría de necesidad a la de libertad. El cristiano es un hombre configurado con Cristo, destinado a seguir sus pasos en la vida y en la muerte. La condición del cristiano es mortal, pero la fe le obliga a desear la llegada del momento en que pueda exclamar: “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).
Hoy es también la fiesta de los fieles difuntos. Es continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto difuntos.
Es un día para presentar ante el Señor la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. El verso del poeta «¡Qué solos se quedan los muertos!» expresa también una simple limitación humana: no podemos vivir centrados exhaustivamente en un recuerdo, por más que seamos fieles a la memoria de nuestros seres queridos. Acabamos olvidando a nuestros difuntos, al menos en el curso de la vida ordinaria.
Por eso, este día es una ocasión propicia para cumplir con el deber de nuestro recuerdo agradecido. Es una obra de solidaridad el orar por los difuntos.
Puede ser buena ocasión para hacer una catequesis sobre el sentido de la oración de petición respecto a los difuntos, para lo que sugerimos esquemáticamente unos puntos:
-el juicio de Dios sobre cada uno de nosotros es sobre la base de nuestra responsabilidad personal, no en base a otras influencias (una oración de intercesión que actuaría como “argolla, enchufe, recomendación, padrino, coima…”);
-Dios no necesita de nuestra oración para ser misericordioso con nuestros hermanos; nuestra oración no añade nada al amor infinito de Dios;
-no rezamos para cambiar a Dios, sino para cambiarnos a nosotros mismos
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