(Lc 11,1-4): Sucedió que, estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación».
Los discípulos son como niños, unas esponjas donde todo va calando. Intentan hacer lo que ven. Observan a Jesús que se retira a orar, y ellos le piden que les enseñe a hacerlo. Una vez más se confirma que predicar con el ejemplo es la mejor enseñanza. En esto también es un Maestro.
Ellos ven cómo busca la soledad para hacerlo, cómo deja las multitudes cuando más le aclaman y se retira para, en el silencio, hablar con Dios. Por eso, sienten también la necesidad de hacerlo.
De alguna forma es lo que ellos ya hacían, pero sin ser conscientes. Porque, ¿no es orar hablar con el Señor, descubrirle sus deseos, sus pensamientos, sus problemas, sus dudas, sus temores? Eso lo hacían ya. Vivían en amistad con el Maestro, tenían con El una gran intimidad, le querían, y de una y otra manera se lo decían, estaban orando sin darse cuenta. Solo les faltaba saber que aquel a quien seguían y querían era Dios.
Pero aquella petición suya nos ha dejado a todos la mejor de las oraciones. Ya la hemos analizado en estos comentarios algunas veces intentando desentrañar partes de sus contenidos. Santa Teresa, hablando de esta oración, dice que no puede meditar en ella porque se queda extasiada en las primeras palabras: Padre Nuestro. Intentemos hoy quedarnos un rato contemplando todo el entramado interior y exterior que lleva consigo el decir “Padre Nuestro” y disfrutemos con ello, sin dejar atrás el compromiso que también lleva.
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