(Lc 4,31-37): En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.
Hablaba con autoridad, no porque fuera un mandón ni un autoritario. No porque impusiera las cosas y obligara a los demás. Sino porque predicaba con el ejemplo. Hacía lo que decía. Actuaba como pensaba. Por eso, tenía y sigue teniendo autoridad moral. Por eso es capaz de advertirnos de otros que no hagamos lo que ellos hacen, sino lo que ellos dicen. Lo bueno hay que recibirlo de donde quiera que venga, pero lo bueno si es con el ejemplo, con la conducta, se queda mucho más arraigado en el corazón de la gente. Por eso, aunque muchos no lo aceptan, se dan cuenta de que habla con autoridad. Eso es tener autoridad moral. Es lo que importa. Lo que nos viene bien a todos, tengamos poder o no. Y para los que tienen poder frente a los demás, de nada les sirve si les falta la autoridad moral. Por eso, Jesús era también alguien cercano, sencillo y no dado a los laureles y honores públicos: porque tenía autoridad moral.
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