
(Mt 15,21-28): En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró al país de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella los alcanzó y se postró ante Él, y le pidió de rodillas: «Señor, socórreme». Él le contestó: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.
Varias cosas llaman la atención en este texto evangélico. La fe tan intensa y tan grande de la cananea que, pese a las dificultades con las que se encuentra incluso del propio Jesús, persiste en su intento, no se desanima, sigue en su proyecto y logra lo que pretendía. En ningún momento se queja de no ser escuchada ni atendida. Desde su humildad y el reconocimiento de que no se lo merecía pide lo mejor para su hija y le es concedido.
Otra cosa son las duras palabras que Jesús le dirige. Como si no viniera para todo el mundo, como si su Padre no lo fuera de todas las personas independientemente de su condición, origen o situación. ¿Es una prueba? Es lo que se supone. Algo que en cada momento nos encontramos en la vida. Dificultades, objeciones, contratiempos con los que nos tropezamos y hemos de superar. Más fácil de entender así, para que sepamos salir delante de los baches de la vida. Como si se hiciera el sordo, como lo percibimos nosotros muchas veces cuando acudimos a El al borde ya del precipicio.
Y, pese a todo, se pone de manifiesto la universalidad del mensaje, la universalidad de la persona de Jesús. Para El no hay cananeos ni judíos, nacionales ni extranjeros, europeos ni subsaharianos, latinos ni españoles. Todos somos uno en Cristo Jesús. El ha venido para anunciar el Evangelio a toda la creación, y a ello nos envía cuando resucita. No solo a la casa de Israel. Ser del pueblo de Dios no exige una sangre, una raza, una nación, una cultura especial. Nadie puede poner fronteras a su llamada. Su política es diferente a las de la Unión Europea y las de muchos países desarrollados que teniéndolo todo cierran las puertas a los que no tienen nada.
Una llamada también a descubrir las murallas de separación que nosotros mismos levantamos por diferencia de criterios, por actitudes distintas a las nuestras, por sentirnos heridos por una u otra cosa.
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