(Mt 12,38-42): En aquel tiempo, le interpelaron algunos escribas y fariseos: «Maestro, queremos ver una señal hecha por ti». Mas Él les respondió: «¡Generación malvada y adúltera! Una señal pide, y no se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás. Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches. Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán; porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con esta generación y la condenará; porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay algo más que Salomón».
Señales y signos son los que piden. Algo extraordinario. Antes y ahora. Casi siempre caemos en la misma tentación. No basta el recto proceder de cada día, la constancia en el quehacer diario. Es necesario algo extraordinario. Y los que solo hacen cosas paranormales no llegan a ser normales. Cuando no es convertir las piedras en pan es tirarse de la torre más alta al suelo sin hacerse daño. Ni los unos ni los otros quisieron entender la señal que el Maestro daba cada día: morir a si mismos para darse a los demás.
También nosotros incurrimos con frecuencia en ese mismo error de los judíos. El querer hacer depender nuestra fe de hechos concretos, sin caer en la cuenta de que esos hechos no nos dan la fe, sino que es ésta quien nos motiva al actuar y hacer de cada día. La actitud de fe es la que es capaz de hacer los mayores milagros. Y ello a través de nuestro amor y de nuestra entrega.
Como en el caso de Jesús que la significa con la muerte en cruz. Se dió a fondo perdido y por eso al tercer día resucitó. Ninguna señal mejor. Pero ésta, que aparece gloriosa y majestuosa, fue posible porque día a día iba muriendo a si mismo para darse a los demás.
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