(Mc 12,35-37): En aquel tiempo, Jesús, tomando la palabra, decía mientras enseñaba en el Templo: «¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? David mismo dijo, movido por el Espíritu Santo: ‘Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies’. El mismo David le llama Señor; ¿cómo entonces puede ser hijo suyo?». La muchedumbre le oía con agrado.
Nosotros lo tenemos claro. Jesús es el Esperado, el que había de venir, y que ya vino y sigue viniendo. No nos hacemos más galimatías con este tema. Saber que procede de la estirpe de David nos lo acerca más a nosotros y lo hace más humano. Está en las raíces de la historia, dentro de la condición humana, y además entre aquellos que en su pequeñez nace su fuerza, en su debilidad su intensidad. No viene de la estirpe de los Goliaths, de los que presumen de poder y fuerza. No está formado a imagen y semejanza de las ambiciones que en aquel momento tenía el pueblo de Israel, para el que tenía que ser una figura socialmente destacada, un guerrero, de gran relevancia social, que se impondría con su fuerza. De la estirpe de David, vino a ser el hijo de un carpintero.
Pero es hijo de David y Señor al tiempo, es hombre y Dios. Es el fruto del amor de Dios a la humanidad: Tanto amó Dios al hombre que nos dio este regalo. Pero es un Dios diferente al poderoso y encumbrado, es el que se hace uno con los más pobres, que acoge a los pecadores y perdona, que no pretende honores sino que se presenta también humilde lavando los pies a los suyos.
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