(Jn 16,5-11): En aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Pero ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Adónde vas?’. Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré: y cuando Él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado».
No hay lugar para la tristeza. Nos lo viene repitiendo. Así como el motivo: no estaremos nunca solos, pues el Espíritu de Dios vendrá a nosotros y habitará en nosotros. Es algo así como si se fuera y se quedara, no siempre fácil de entender para nosotros. Les conviene que me vaya, porque yéndome vendrá mi Espíritu. Pues ¿no hubiera sido mejor que se quedara? Nosotros buscando lo visible, lo material, lo tangible. El Maestro enseñándonos lo interior, lo que está dentro del corazón, las motivaciones, el espíritu de nuestra propia voluntad y tesón de cada día.
No hay lugar para la tristeza ni para el pesimismo. Es una preparación para la Ascensión del Señor, para su subida triunfal. No cabe la tristeza porque sigue y está con nosotros en cada acontecimiento, en las personas, en el vivir de cada día. No lo hemos visto caminando sobre las aguas ni apaciguando una tormenta. Pero sabemos que está a cada vuelta del camino, sembrado de otras tormentas de incomprensiones, de fracasos aparentes, de zancadillas mal intencionadas. En medio de todo ello siempre hay que nos ofrece un saludo cariñoso, una ayuda bienintencionada, una palabra de admiración y de gratitud. Hay un power point que circula por la red titulado “Es Dios” que nos pone de manifiesto las mil y unas circunstancias en las que nos sigue hablando. Eso sí, para poderle escuchar, como a cualquier otra persona, hemos de estar atentos. Para poderle ver hemos de andar con los ojos abiertos. Y esa atención y visión ya lo sabemos, nos la da la fe. Por eso no hay motivos para la tristeza.
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