(Jn 10,22-30): Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».
No por repetir las cosas una y otra vez, de forma insistente, se entienden mejor. Hace falta disposición interior para dejarse calar por los mensajes y saber discernir. Es lo que le faltaba a aquellos judíos, que no terminaban de creer nisiquiera viendo las obras que Jesús hacía. Si, es un regalo, un don. Lo de la fe, nos referimos. Pero los regalos hay que abrirlos, y abrirlos con ilusión, con cariño y recibirlos con agrado. Eso es lo que nos permite ser de sus ovejas. Como decía Santo Tomás comentando este pasaje: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía».
Nuestras obras también dirán, en el día a día, en quien creemos y como creemos. Nuestro paso entre los demás, en nuestro ambiente no puede pasar desapercibido. Siempre dejamos una huella, un olor. Que sea el olor de los valores del Evangelio, valores que ya conocemos, y que nos harán ser sal del mundo y levadura que fermenta.
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