(Jn 10,11-18): En aquel tiempo, Jesús habló así: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas.
También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».
Un buen pastor que conduce a sus ovejas y busca lo mejor para ellas, procurando además que no anden separadas sino unidas, con un rebaño que no está cerrado en si mismo sino abierto no solo a que entren otras ovejas sino a que las que están dentro compartan con las que están fuera. Una tarea que hace propia, aunque en ese empeño le vaya la vida.
Todos tenemos necesidad de que nos guíen pero todos somos, al tiempo, conductores. Todos recibimos orientación, pero todos somos también pastores. Por eso procuramos ser solícitos y atentos, desviviéndonos por los demás en el ámbito familiar, vecinal, social, comunitarios. Somos guías y guiados a la vez. Doble responsabilidad. Saber recibir y saber dar. Para ello es preciso sabiduría, la sabiduría de saber ir dando la vida poco a poco voluntariamente, como hacía el Maestro.
Para el pueblo judío, seminómada, la figura del pastor no solo era algo conocido sino una figura amable. Hoy en la cultura más técnica nuestra igual podría ser el buen conductor o el buen web master, hoy igual precisamos para aprender de una escuela de conducir o de un curso de informática. Pero, sea como fuere el nombre que le demos, que la cercanía de nuestra experiencia ya consolidada no nos impida ver su luz ni sus orientaciones, pues sigue saliendo a nuestro paso en los momentos difíciles y en los sencillos. Le hemos visto asomar como silencioso en medio de las dificultades, como escondido en muchas de nuestras desilusiones, le hemos encontrado cuando experimentamos tropiezos o caídas, nos sigue trayendo a la memoria sus promesas, abriéndonos los ojos para que le veamos, y hablándonos en silencio en el corazón. Por eso muchas veces, sin darnos cuenta, y de forma espontánea, en nuestros ratos de interiorización brota de nosotros y desde lo más adentro aquello de “El Señor es mi pastor, ¡nada me puede faltar!”
|