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26 de Febrero, 2008


Cosa de sabios

 (Mt 18,21-35):  En aquel tiempo, Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?». Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

»Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía 10.000 talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: ‘Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré’. Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda.

»Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándole, le decía: ‘Paga lo que debes’. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: ‘Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré’. Pero él no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía. Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Su señor entonces le mandó llamar y le dijo: ‘Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?’. Y encolerizado su señor, le entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía. Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano»

Siete en el lenguaje de aquella época expresaba el número infinito: siempre, sin cansarse. En este caso siete multiplicado por el infinito es el número de veces que tendremos que perdonar: desde que tenemos uso de razón hasta que lo perdamos. Y nos pone un ejemplo con el que nos vuelve a explicar lo que nos enseñó a la hora de cómo rezar: “Padre nuestro…, y perdona nuestras ofensas de la misma forma que nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. No hay que ser filósofo ni muy listo para darnos cuenta de la conclusión: si no perdonamos, ¿para qué pedir perdón?. Lo que quieras que hagan contigo, hazlo tú con los demás. Algo ya más que sabido: con la medida con que midamos, seremos medidos.

Nada nuevo bajo el sol. Hace pocos días nos repetía también que si al ir a presentar nuestra ofrenda recordamos que tenemos algo contra un hermano, dejemos la ofrenda en el altar y vayamos primero a reconciliarnos con nuestro hermano.

Todo un tratado se ha hecho sobre el perdón. Algo realmente difícil cuando es una ofensa que nos duele personalmente, nos hiere en lo más profundo o atenta contra nuestra familia, nuestro trabajo o dificulta el vivir con dignidad. La propia Iglesia, maestra en el perdón, ha puesto unas condiciones que se nos enseña desde pequeños, entre ellas hay que reconocer el fallo, saber pedir perdón y cumplir la penitencia. Si eso mismo exigimos nosotros al que nos puede ofender, el perdón tardará tiempo en producirse, o al menos el olvido. Dicen también que perdonar no incluye siempre el olvido, pero sí el eliminar el rencor, el odio o desear mal a la otra persona. Así hasta un poco más fácil nos parece. Al menos es un paso. Y si es por opiniones diferentes o actitudes distintas ante ciertas cosas o situaciones de la vida, habrá que practicar la virtud del respeto y la tolerancia: siendo diferentes, podemos ser iguales o un jardín no es más bello porque todas las flores sean del mismo color. De todas formas algo grande expresa del interior de una persona el perdón: el mismo Ghandi nos recuerda que “perdonar es el valor de los valientes. Solamente aquel que es bastante fuerte para perdonar una ofensa, sabe amar”. Y rectificar, o saber pedir disculpas, siempre se ha dicho que es cosa de sabios.

Por María Consuelo Mas y Armando Quintana - 26 de Febrero, 2008, 9:39, Categoría: Comentarios al Evangelio
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