(Mt 6,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo.
»Vosotros, pues, orad así: ‘Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestro pan cotidiano dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal’. Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas».
El Padre ya sabe lo que necesitamos antes de pedírselo. Basta decir: “Padre nuestro que…”. Pero no con rutina, ni monótonamente, sino con sentido, despacio, saboreándolo. No solo nos dice que oremos, sino que nos enseña cómo hacerlo. No hace falta palabras muy complicadas. Igual bastaría con las dos primeras: Padre Nuestro. Lo dice todo. Implica sentimientos y actitudes de confianza, disponibilidad, fiarse, igualdad, fraternidad –se lo está diciendo al mismo tiempo también otra persona en Nigeria, en China o en Ecuador-, y todos decimos lo mismo: Padre nuestro. Ninguno afirma: Padre mío, sino nuestro. Nuestro, porque con el nigeriano, el chino, el ecuatoriano, el vecino de al lado de casa, la anciana vestida de negro que cruza por delante de casa todos los días para ir a comprar el pan, el chófer del autobús, con todos y cada uno, sean de la edad que fueren, de la condición que sean, o de la nacionalidad que tuvieren, somos hermanos. Padre nuestro, no padre mío. Padre, le decimos, por eso nos acercamos con seguridad, porque aunque otros te rechazen y te condenen, tu padre nunca lo hará, presto a la corrección y a que a nos superemos está igual de presto para el abrazo de acogida. Padre nuestro, con lo cual los otros dejan de ser los otros, los diferentes, y pasan a ser hermanos. Padre nuestro, decirlo es abrir el corazón, ampliarlo, con una capacidad nueva, porque en él tienen ya cabida todos: los que viven conmigo y los que quieren vivir, los que han nacido en mi tierra y los que vienen de fuera, los que adoran a Dios de un modo y los que lo hacen de otro, los que tienen mis mismas ideas en relación con la sociedad, la política o la moral y los que no, los que me caen bien y los que me caen mal, los que se han portado bien conmigo y los que me han puesto zancadillas. Todos decimos: Padre Nuestro. Todos, pues, somos hermanos. Padre Nuestro, no hacen falta leyes para que confiemos en El y sigamos sus indicaciones, estilos de vida o palabras. Padre Nuestro, tampoco hacen falta leyes para indicarnos cómo hemos de tratar a los diferentes. Es nuestro Padre, estamos seguros con El, nos fiamos como los hijos de sus padres. Es Padre nuestro, a todos, sin distinción, hemos de tratar como hermanos. Y nunca mejor dicho, antes de que se hablara de la globalización, Jesús nos enseñó a practicar la fraternidad con todo hijo de cualquier vecino, de cualquier persona vecina, de cualquier pueblo vecino.
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