(Lc 9,22-25): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día». Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?».
Parece algo diferente al mensaje de ayer, de crear un hombre nuevo. Pero no es más que la consecuencia. Si queremos hacer nacer alguien nuevo en nosotros, tenemos que dar muerte a lo viejo que anida en nuestro interior. Y ahí va el “niéguese a si mismo” como “el que pierde su vida por mí la salvará”. Igual que Jesús: sufrirá pero será glorificado. Igual que el niño pequeño: comienza a caminar sufriendo múltiples caídas y resbalones. Igual que el deportista: solo renunciando a muchos caprichos podrá obtener resultados ganadores. Es hasta de sentido natural. Morir para resucitar. Dar muerte al hombre viejo para que aparezca el nuevo. Lo ha hecho mucha gente, muchos motivados por el seguimiento de Jesús; otros, motivados por una ética natural.
Negarse puede resultar negativo y es una palabra que suena con dureza. Pero eso es convertirse, cambiar de vida. Lo que se nos decía ayer. Pasar del “yo” a la fraternidad, pasar del “distinto” a la igualdad, pasar de lo “injusto” a la justicia. Y todo ello requiere renuncias, cambiar el sentido de la vida, no vivir para la ambición y el consumo, no estar interesado solamente en el éxito personal sin tener en cuenta las mejoras sociales para todos. Quizá la tarea cuaresmal sea pensar y encontrar cómo puedo donar mis talentos, a quien o quienes puedo servir y ayudar, como puedo dar mi tiempo, mi consejo, mi afecto. Y en esa entrega, que es algo positivo, va la negación del propio egoísmo, que nos aparece como algo negativo, brillando la señal y el gozo del cambio.
|