(Mc 3,20-21): En aquel tiempo, Jesús volvió a casa y se aglomeró otra vez la muchedumbre de modo que no podían comer. Se enteraron sus parientes y fueron a hacerse cargo de Él, pues decían: «Está fuera de sí».
Hasta sus parientes más cercanos lo tratan como si estuviera loco. Adoptan la misma actitud que los fariseos. Es de suponer que estamos hablando de primos, vecinos, gente cercana a la familia o al pueblo. No de María, su madre, que siempre apoyó a su hijo, incluso cuando de pequeño se perdió en el templo, conservando todas esas cosas en su corazón. Los parientes se hacen eco de aquello de “¿puede salir algo bueno de Nazaret?”. En el fondo su autoestima la tienen muy baja, y miden con ese rasero al Maestro, que es su paisano.
Nos puede pasar también a nosotros con gente con las que nos tropezamos todos los días tanto en la familia, como en la calle, en el barrio, en el trabajo o a través de la red de Internet. Que como los vemos todos los días no los valoramos, y no nos damos cuenta de las cosas positivas que tienen. Y también puede pasar al revés: de los demás que nos ven y se codean con nosotros todos los días, que no se den cuenta de nuestras cosas positivas. Si Jesús no hizo caso ni a unos ni a otros, nosotros hemos de seguir adelante con nuestra acción y potenciando las actitudes que sabemos, lo reconozcan o no.
Exaltado, fuera de si, loco, no anda en sus cabales, endemoniado. De todo le dijeron, pero “fuera de sí”, encierra como un tono despectivo diferente, más humillante, como un desprecio a su comportamiento. Aunque también hoy y antes en la sociedad llaman locos a los son capaces de sacrificarse por los demás, a los que se enfrentan a la injusticia, a los que no tienen miedo a los poderosos, a los que defienden al perseguido, a los que ayudan a los desvalidos, a los que invierten tiempo en colaborar con los otros. Por eso no importa como nos llamen, importa lo que hacemos. Y eso lo tenía muy claro el Maestro. ¿Lo tenemos nosotros?
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