(Mt 3,13-17): En aquel tiempo, Jesús vino de Galilea al Jordán donde estaba Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?». Jesús le respondió: «Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia». Entonces le dejó. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre Él. Y una voz que salía de los cielos decía: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco».
La humildad de Juan y la disponibilidad de Jesús al plan de Dios se complementan y surge el Bautismo y, en consecuencia, el reconocimiento por parte de Dios de que es su Hijo muy amado. Como también en nuestro bautismo: reconocimiento oficial de que somos hijos de Dios. Creemos que todos los somos, pero el bautismo es como si fuera una legalización de lo que ya se nos ha dado. El ser hijo es algo así como que el Padre se complace en El. Al igual que se complace en nosotros, como todo buen padre con sus hijos. Los hijos son la niña de los ojos de sus padres. Es bueno revisar si somos conscientes también de que somos la niña de los ojos de nuestro Padre Dios, del Padre común.
Pasaje evangélico que nos es muy familiar y que hemos visto incluso reflejado en múltiples obras artísticas. No es nada nuevo para nosotros que el Espíritu de Dios se posa en su hijo predilecto. Es como la investidura solemne de su divinidad, como la declaración oficial. Así tiene el espaldarazo para comenzar con toda autoridad su misión en la sociedad y entre las personas. El Reino ha llegado a nosotros en su persona como hombre y como Dios. Es la puerta que da entrada al Reino y en quien se cumplen todas las promesas. Es el primero entre los hijos, porque nosotros, y conviene insistirlo, también lo somos. Consecuentemente, hermanos unos de otros. Pero a la luz, y bajo la guía, del hermano mayor, Jesús de Nazaret.
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