(Mt 3,1-12): Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos». Éste es aquél de quien habla el profeta Isaías cuando dice: ‘Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas’. Tenía Juan su vestido hecho de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados.
Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior: ‘Tenemos por padre a Abraham’; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga».
Juan el Bautista es la figura del cambio, del cambio de vida, de la conversión, del intentar volver las cosas al revés. De ahí la penitencia que hemos de hacer para esperar al Salvador. Dar la vuelta a las cosas que no andan según los criterios conocidos del Maestro. Se trata de preparar el camino del Señor. Esa era su única preocupación. Por eso iba vestido como iba. Pobremente. Sin símbolos externos. Sin aparato fastuoso. Su comida eran langostas y miel silvestre. Los medios que utilizaba eran medios pobres, y sencillos. Porque su único interés es que reconozcamos nuestros pecados, nuestros egoísmos, nuestros criterios interesados y nos pongamos en camino del hombre nuevo bautizándonos.
Y lo dice con fuerza e intensidad. A aquellos que presumían de lo que hacían y se reían de los demás les llama raza de víboras y denuncia en voz alta sus pecados y fallos. Por eso su prédica molesta, y terminará como sabemos que termina. Se lo cargan. Pero el, sabiéndolo, sigue erre que erre. Y además anuncia que El que viene detrás también limpiará su era, recogerá el trigo pero quemará la paja.
Esperar al Señor, ya lo hemos comentado, no es estar con los brazos cruzados, pasivamente. Esperar al Señor es convertirnos también. Cada uno de nosotros tendrá que pensar en qué cosas, pequeñas o no tan pequeñas, habrá de cambiar de vida. Si lo pensamos en silencio interior, seguro que alguna saldrá. Es, pues, insistimos, una espera activa. Pero también Juan era una voz que clama en el desierto. Y hoy existen muchos desiertos de soledad , egoísmo, ambición y consumo a nuestro lado. En medio de ellos estamos nosotros y ahí nos toca ser también voces que claman y buscan un cambio de vida.
Juan es también, como hemos dicho arriba, una figura austera, pero enamorado del Cristo que ha de venir, a quien anuncia y del que no se considera digno ni de desatarle el calzado. Es humilde, porque tan pronto llega Jesús, el desaparece. Solo es una voz que clama y prepara los caminos. Una serie de actitudes personales que en este tiempo de Adviento hemos de fijarnos para intentar hacerlas nuestras también. Convertirnos, cada uno conoce su propio corazón y sabe lo que hay que vaciar para que llegue el Señor y habite en su interior con toda plenitud. Prepararlo para nosotros y para los demás, de tal manera que todos los que estén a nuestro lado puedan tener fácil también el acceso al encuentro con Dios, pues, en ocasiones, nuestra actitud puede alejar a otros del camino bien por intransigencia, bien por dureza de criterios por poner algún ejemplo. Es mucho lo que el Evangelio de hoy nos deja para fijar criterios en nuestra conversión, es decir en nuestro cambio cualitativo que ha de ser constante, pero máxime en este tiempo.
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