(Lc 21,1-4): En aquel tiempo, alzando la mirada, Jesús vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Tesoro; vio también a una viuda pobre que echaba allí dos moneditas, y dijo: «De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta en cambio ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir».
Lo importante no es la cantidad, sino la calidad. Lo importante no es el tener, sino el ser. Lo importante no son las apariencias, sino el corazón. Y es que lo esencial sigue siendo invisible a los ojos. Y lo esencial es el saber estar en una permanente actitud de dar, de compartir, de solidaridad, de amor, de caridad. Palabras que tanto hemos utilizado que las podemos desgastar y vaciar de contenido. El ejemplo que hoy nos pone el texto evangélico nos revitaliza lo esencial del mensaje evangélico. Eso fue lo que hizo Jesús. Eso es lo que nos recomienda a nosotros.
Las cosas pequeñas de cada día siguen teniendo su sentido. No es cuestión de excentricidades, o de cosas fastuosas. Cada día hacemos mil y una cosas que nosotros mismos ni valoramos. Solo es cosa de hacerlas conscientes en nuestro actuar y en nuestro corazón, para que no sean fruto de la rutina sino que respondan a una actitud interior.
Eso es lo que debe predominar en cualquier ofrenda, no tanto el dar sino el darse. Y vale no solo para unas monedas, para el dinero, vale también para nuestro tiempo con el que acompañamos, consolamos o escuchamos a alguien, vale también para movernos visitando a un enfermo o acompañando durante un rato al anciano que vive a nuestro lado, vale también para nuestras pequeñas acciones defendiendo o dando la cara por quien lo necesita, vale también para ese saber dar de cada día un gesto de amistad, un saludo, una sonrisa, una palabra de aliento o nuestra solidaridad ante el sufrimiento.
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