(Lc 19,41-44): En aquel tiempo, Jesús, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita».
Lloró por la ciudad de Jerusalén y las empalizadas que las rodearían. Llora también hoy por un mundo dividido, por los muros que seguimos empeñados en construir, por los que ya derribados vuelven a levantarse, y aboga por una sociedad, por un mundo, por una Iglesia abierta sin separaciones, sin fronteras, sin estrecheces, pues estas cosas lo que harán será apretarnos por todas partes y destruirnos poco a poco.
Llora porque igual no hemos entendido que puede darnos la paz y que viene para ello. Llora porque lamenta que se le rechace, después de estar tanto tiempo esperándole. Y nos recuerda que si lo dejamos pasar es como perder el tren de la oportunidad que es nuestra salvación. Está preocupado porque lo suyo es la paz, la unidad, y no la división ni separaciones entre pueblos o seres humanos de ningún tipo. Por eso construir la paz a ayudar a la concordia entre las partes separadas y no contribuir a hacer mayor las diferencias. Solo esa bandera blanca de la paz puede acabar con esas lágrimas y esa pena, una paz que en ocasiones es una sonrisa, un saludo, una mirada de comprensión, un hacerse cargo de la situación.
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