(Lc 18,1-8): En aquel tiempo, Jesús les propuso una parábola para inculcarles que es preciso orar siempre sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: ‘¡Hazme justicia contra mi adversario!’. Durante mucho tiempo no quiso, pero después se dijo a sí mismo: ‘Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme’».
Dijo, pues, el Señor: «Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto. Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».
El propósito está claro: enseñarnos a orar con constancia, continuamente, sin desánimos, a pesar de las dificultades y de los momentos amargos. Siempre. Todos los días. Si los injustos escuchan a los otros aunque solo sea para que no les molesten, ¿qué si no hará el Padre bueno?. Si un padre quiere a sus hijos, ¿cómo no el Padre de todos a cada uno?
Orar. Hablar con El, escucharle en silencio. Es conversar. Otras veces hacer silencio en nuestro interior. No basta el mero rezar de repetir oraciones ya hechas. Es necesario poner también de nuestro corazón, de nuestra parte. Con nuestras palabras. Con nuestros propios sentimientos. Pero no olvidándonos de que una conversación lleva consigo siempre como mínimo dos interlocutores. Y El sigue hablando a nuestros corazones, y habla también por su Palabra, o por el amigo, o a través del que nos encontramos y no conocíamos, o por una lectura de algo que tenemos entre manos.
Es reflexionar juntos, es pedirle, es darle gracias, es conversar, es plantearle nuestras dudas y desconfianzas, nuestros miedos e inseguridades, nuestra confianza y fe. En todo momento: en el templo, en el silencio de nuestra habitación, mientras caminamos por la calle, cuando vamos en el coche o en el bus. Siempre hay una oportunidad. No hace falta ni hablar en voz alta. Aunque también es posible. Como queramos, cuando se nos apetezca. No solo en los momentos de apuros y problemas, sino también cuando todo sale estupendamente. Sin desfallecer, nos dice. Y también comprometiéndonos con lo que decimos, no podemos pedir el pan nuestro de cada día y dejar que el hambre pase por el hermano que está cerca. No es correcto pedir paz y no protestar por las guerras o sembrar la concordia en nuestro ambiente. No es bueno pedir comprensión, si pensamos solo en nosotros mismos. “Venga a nosotros tu Reino”, decimos muchas. No podemos pedir a Dios lo que está en nuestras manos, también hay que pedir fuerza, capacidad y tesón para hacer en cada momento lo que debemos hacer. Pedir que llegue su Reino de justicia y paz, es también luchar porque llegue, sabiendo además que tenemos la promesa de Jesús: Dios hace justicia siempre a los suyos.
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