(Lc 14,1.7-11): Un sábado, sucedió que, habiendo ido Jesús a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos le estaban observando. Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola: «Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: ‘Deja el sitio a éste’, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: ‘Amigo, sube más arriba’. Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Jesús gusta de repetir sus mensajes más esenciales, a fin de que a todos nos quede bien claro su doctrina. Y uno de ellos es la sencillez, la humildad, el no aparentar, el no querer sobresalir sobre los demás, la lucha contra la ambición. Todo lo contrario de aquello por lo que se lucha en el sistema de nuestro mundo, cual es luchar por los primeros puestos, en afán competitivo, pisando incluso al otro para quedarnos por encima, haciendo jugadas a los demás por los dichosos celos incluso laborales y un sin fin de cosas similares.
En definitiva el texto evangélico de hoy nos habla de la humildad, una virtud difícil para nosotros, sobre todo porque suele entenderse como no es. Ya nos los advertía Teresa de Jesús que “la humildad es andar en la verdad”. No escondemos lo bueno que hay en nosotros, no ignoramos los dones y cualidades que poseemos. Agradecemos que nos hayan sido dados y los ponemos al servicio de los demás. De ahí que la humildad vaya pareja con la gratitud, con el espíritu de servicio a los demás y, consiguientemente, con el amor. Pero sin competencia, sin creernos superiores a los demás. Cada uno, siendo diferente, aporta a los demás lo que tiene.
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