(Lc 18,9-14): En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.
»El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.
»En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
Todo un clásico en los textos evangélicos que de seguro nos sabemos de memoria desde pequeños. Por la fuerza y viveza de su contenido. Por su escalofriante denuncia de hechos y situaciones que se han vivido y vivimos a diario en la historia de la humanidad: el hecho de personas que teniéndose – teniéndonos- por justos, desprecian –despreciamos- a los demás. Y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nosotros, desde luego, no nos atrevemos a tirarla.
Siempre hemos criticado esas actitudes, pero ¡cuántas veces hemos caído en esa tentación¡ Tantas cuantas nos hemos sentido poseedores de la verdad y menospreciamos o ridiculizamos a los que opinan de otra forma o tienen otra manera de sentir, enjuiciar y ver la vida. Es verdad que la tolerancia tiene un límite. No podemos tolerar la muerte injusta, la falta de libertad, el racismo, la violencia y entre ella las guerras organizadas, las actitudes en contra de los derechos de los demás. Pero viviendo en una actitud de sumo respeto hacia los derechos y libertades de los otros no podemos sentirnos superiores a nadie.
La actitud central a mantener en las relaciones con los demás nos la da el mismo Jesús cuando denuncia a aquellos que critican a los demás sin darse cuenta de la viga que tienen en el ojo propio. O cuando santifica un principio de la ley natural: No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti. Todos somos iguales, aunque diferentes, y todos nos parecemos en algo sustancial de donde debemos partir: somos débiles, tenemos fallos, cometemos pecados, y por eso lo importante es reconocerlos y saber pedir perdón. Por eso el publicano salió justificado, pero no el fariseo. Porque “ a los hambrientos los colma de bienes, y a los ricos los despide vacíos”. Revisemos, pues, nuestras riquezas, sobre todo de actitudes y comportamientos en los que nos sentimos mejores que los demás, y consideramos a éstos como pecadores, mal encaminados o cosas similares.
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