(Lc 12,35-38): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran. Dichosos los siervos, que el señor al venir encuentre despiertos: yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá. Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra así, ¡dichosos de ellos!».
Hay que estar siempre preparados. En cualquier momento, a cualquier hora, a través de esta palabra, de aquel amigo, o de determinado acontecimiento el Señor llama a nuestras puertas impulsándonos a realizar una tarea, a fomentar una actitud, a cambiar de rumbo. Estar en la puerta y con los ojos abiertos no solo es una tarea para el momento final de nuestra vida y nuestro encuentro definitivo con el Padre, sino para todas las circunstancias y quehaceres. No se trata de agobiarnos, se trata de mantener una actitud normal de vigilia, lo mismo que hacemos ante las cosas de casa, ante las de la familia y los hijos, ante las situaciones laborales. No se nos piden milagros de conducta.
Es un simple aviso a que vivamos en tensión activa por su Reino. En la medida que lo hacemos cada día, en esa medida el encuentro definitivo al final de nuestros días será lo normal que se espera que sea. Con frecuencia habla Jesús de ello. Mantener las lámparas encendidas, nos dice en otra ocasión. No vivir dormidos y pasivos ante los hechos y situaciones que ocurren a nuestro alrededor. Lo que comentábamos antes, lo mismo que los padres lo están ante las cosas y situaciones de la familia, el cristiano ante la realidad de la vida, ante la sencilla y la que es más compleja, ante la que se da cerca de casa y ante la que ocurre lejos. Mantener los ojos despiertos, e intentar mirar la realidad con los ojos de Dios o con los criterios del Evangelio, como prefiramos llamarle. Preparados y despiertos.
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