(Mt 18,1-5.10): En una ocasión se acercaron a Jesús los discípulos y le dijeron: «¿Quién es, pues, el mayor en el Reino de los Cielos?». Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: «Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe. Guardaos de menospreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos.
De nuevo pone como ejemplo a seguir la conducta y el talante de los niños, pero esta vez añade como referencia a los ángeles que de continuo ven el rostro de su Padre que está en los cielos.
Justo hoy celebramos su fiesta, la de los Angeles Custodios. Los que de siempre, cuando éramos niños, invocábamos. Aquellos a los que más de una vez hemos recurrido. Los que de continuo están al acecho de lo que hacemos indicándonos como proceder en conciencia. Los mensajeros de quienes hablábamos recientemente en estos comentarios. El ángel de la guarda que nuestra abuela nos presentó –“Angel de mi guarda, dulce compañía…”- y que sentimos cerca, también desde el exterior: a través de las palabras de un amigo, de un acontecimiento inesperado, de un nuevo problema que surge, de esos deseos que nos vienen de hacer algo bueno. E incluso cuando somos nosotros mismos, con todas estas cosas anteriores, para los demás. Ser ángel, mensajero para otros es también una buena tarea.
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