
(Lc 9,46-50): En aquel tiempo, se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor».
Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros». Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros, está por vosotros».
Sigue siendo una preocupación entre nosotros: sentirnos reconocidos en lo que hacemos y somos, en el fondo darnos cuenta de que somos importantes. A ello, hoy más que nunca, contribuye la sociedad de consumo que parece recordarnos la importancia del tener para valorarnos. Y también, en mejor medida, nuevas corrientes filosóficas que impulsan en nosotros la necesidad de la autoestima.
Jesús nos propone hoy una receta para ello: el camino de la sencillez, de la espontaneidad, del vivir cada día con su afán correspondiente, de la alegría, del vivir con intensidad, actitudes y estilos propios de un niño. Pues “quien acoja a un niño en mi nombre, a mí me recibe”, dado que “el más pequeño entre ustedes, ese es el mayor”.
Los más insignificantes son los más interesantes en el Reino de Dios. No los que más brillan por su sabiduría, los que sobresalen por cultura, los que están en puestos más elevados, los que tienen más y mejores cargos o más fama. La cuestión es preguntarnos dos cosas hoy: ¿quiénes son para nosotros los más insignificantes? Pues esos son los preferidos para la construcción del Reino. ¿Cómo ser nosotros insignificantes, cómo vivir el estilo y las actitudes de los niños? Porque éstos, y los que son como ellos, son los importantes en el Reino de Dios.
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