(Lc 9,18-22): Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos respondieron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado». Les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contestó: «El Cristo de Dios». Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día».
Como de cualquier encuesta sociológica realizada en el día de hoy, así se interesa Jesús por el estado de opinión que la gente tiene acerca de El mismo. Pero lo que más le preocupa es cómo lo perciben sus amigos, los más cercanos, aquellos a quienes El está dedicando su tiempo personal. Y queda maravillado de la respuesta que le dan, que en definitiva es una adhesión personal a su causa: “Tú eres el Cristo de Dios”.
Es una cuestión personal que también hoy se dirige a nosotros. Una respuesta que ha de surgir del corazón, y que inevitablemente ha de diferenciarse un tanto del común de los mortales que no tiene una relación personal con el Maestro. No le basta una respuesta de catecismo, de doctrina, de conocimiento intelectual; en el fondo quiere saber quien es El para nosotros y qué puede esperar de cada uno: hermano, amigo, redentor, guía, compañero, alguien que nos fascina y motiva, alguien que nos empuja e impulsa, alguien que ha cambiado nuestras vidas,…
Lo que sí nos preguntamos es por qué no decírselo a nadie. Es lo que les manda a los suyos, hasta que sea levantado en la cruz y resucitado. Teólogos y maestros tiene la Iglesia que podrían explicarnoslo.
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