(Lc 8,16-18): En aquel tiempo, Jesús dijo a la gente: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará».
No hay nada nuevo. Todo va con el sentido común, como hemos planteado muchísimas veces. Es lo que Jesús utilizar para explicar su mensaje. La luz está para ser encendida, para iluminar, y por lo tanto ha de ser vista, no puede estar escondida. Como El mismo, que es la luz del mundo. Como nosotros que también lo hemos de ser. No se trata de lucirnos, no es cuestión de sobresalir, ni mucho menos la cosa va por aparentar. Ser normales, vivir lo que se vive en coherencia cabeza con corazón, intentando ser consecuentes con nuestra fe. Sin renunciar a lo que sentimos y creemos. Y de esta forma, simplemente con nuestro comportamiento, estamos iluminando el camino de nuestro mundo. En ocasiones hará falta nuestra palabra, una explicación. La vida misma nos lo dirá, sin grandes palabreríos, sin fanatismos y sin dogmatismos. Siendo luz que oscila, pero que ilumina. Siendo luz que aguanta y no se apaga. De la forma más humana, más solidaria, más sencilla posible. Eso sí, sin complejos, sin timidez. Con valentía. Hay que iluminar. Y normalmente sin buscarlo. Dejándose llevar por el sentido común de la coherencia.
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