(Mt 12,1-8): En aquel tiempo, Jesús cruzaba por los sembrados un sábado. Y sus discípulos sintieron hambre y se pusieron a arrancar espigas y a comerlas. Al verlo los fariseos, le dijeron: «Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado». Pero Él les dijo: «¿No habéis leído lo que hizo David cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios y comieron los panes de la Presencia, que no le era lícito comer a él, ni a sus compañeros, sino sólo a los sacerdotes? ¿Tampoco habéis leído en la Ley que en día de sábado los sacerdotes, en el Templo, quebrantan el sábado sin incurrir en culpa? Pues yo os digo que hay aquí algo mayor que el Templo. Si hubieseis comprendido lo que significa aquello de: ‘Misericordia quiero y no sacrificio’, no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado».
Vivimos en un mundo de normas, de regulación de comportamientos, de leyes. Y es normal. Somos tantos que necesitamos una regulación de convivencia, porque nuestros derechos terminan donde comienzan los de los demás. Pero las leyes han de ser siempre interpretadas a favor de las personas, y de manera especial a favor de los que puedan estar más necesitados, de los más excluidos de la sociedad, de los más marginados. Ese es el verdadero Templo, dice Jesús. No el de piedra y cemento o el sencillo de madera o chabola. No el edificio externo. El verdadero templo donde Dios está presente es la humanidad. Y aquel tiene sentido para recordarnos éste. Las leyes tienen sentido, sí, pero en función de las personas. Porque el Hijo del Hombre es señor del sábado, y porque, en otro lugar, nos lo dirá el sábado es para el hombre, y no el hombre para el sábado. Es decir, las leyes son para las personas y no al revés. Por eso las leyes nacen por necesidades sociales, pero algunas o muchas de ellas no pueden ser perennes, pues cambiando las necesidades de la sociedad se hace imprescindible la elaboración de nuevas leyes, o la interpretación amplia de las antiguas. Por eso, Jesús renueva también muchas leyes: “Han oído que se dijo, pues yo les digo…”
Frente a la rigorosa casuística que utilizaban los fariseos, Jesús plantea la generosidad de la misericordia. Jesús y sus discípulos caminamos con la libertad de los hijos de Dios. Frente a los legalismos vigentes, Jesús cura, sana, predica, camina, va de sitio en sitio los sábados. ¿Cuántas veces nosotros mismos por cumplir un precepto religioso en sus más mínimos detalles hemos olvidado de practicar la misericordia y fraternidad o la hemos relegado a un segundo plano? “Misericordia quiero y no sacrificios”, que equivale a decir también “Misericordia quiero y no culto”. Lo cual significa que el culto tiene sentido en función de la misericordia que realizamos. Es como la gasolina para el coche. No demuestra el coche su potencia en la gasolinera sino en la carretera, pero para ello necesita pasar por la gasolinera de vez en cuando. A veces suele ser más cómodo apoyarse en el cumplimiento de algunas leyes que obrar compasivamente con el prójimo. Y, sin embargo, hoy no dejan duda alguna la explicación de Jesús: la misericordia es un criterio más amplio a tener en cuenta que la misma ley, venga de donde venga.
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