(Mt 8,18-22): En aquel tiempo, viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla. Y un escriba se acercó y le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas». Dícele Jesús: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Otro de los discípulos le dijo: «Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre». Dícele Jesús: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
El interés por Jesús y su mensaje, a pesar de la oposición con la que se enfrenta en el ambiente oficial de aquella época, no decae. Al contrario, la muchedumbre lo rodea. Tanto que tiene que saltar a la otra orilla para que todo el mundo pueda verlo y escucharle, pues se apelotonaban alrededor suyo.
A quien manifiesta su interés en seguirle, Jesús le responde con su sabiduría que expresa como preguntando. “El hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza” , “deja que los muertos entierren a sus muertos”. Es un lenguaje que invita a la pregunta, al discernimiento personal, a saber si queremos y estamos dispuestos a dejar todos nuestros criterios y sistemas de valores por seguirle. A saber si prima más en nosotros la ambición por poseer que el afán por ser y compartir. Es también un lenguaje cargado de simbología que va más allá del desprecio por las personas, en este caso los que han muerto, sino que viene a expresarnos que el egoísmo, la violencia y un sin fin de cosas similares que han muerto para el Reino que Jesús trae sean ellos los que desaparezcan y hagan desaparecer a sus familiares de la misma onda.
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