(Jn 17,11b-19): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad».
Hay mensajes que se repiten y se entrecruzan con los de días pasados. Al fin de cuentas el Evangelio no es un diccionario ni un manual de conceptos variados. Es la experiencia de un encuentro personal que crea unión entre las personas, y consecuentemente la alegría y la paz del encuentro recibido y que se aporta. Es la unión de Jesús con su Padre, de Jesús con nosotros, de nosotros con el Padre, de nosotros entre nosotros mismos. En definitiva, de no sentirnos nunca solos. “He velado por ellos y ninguno se ha perdido, guárdalos del maligno y santifícalos en la verdad, así tendrán mi alegría colmada”.
Casi es el centro de lo que captamos en el mensaje de hoy: la transmisión de una alegría interna. A pesar de los problemas y contradicciones de vivir en un sistema, llamado por Jesús el mundo, cuyos valores son totalmente diferentes a los que El preconiza y nosotros intentamos. Alegría, gozo, paz y serenidad en y a pesar de las dificultades. Pero para ello, como nos ha dicho en días anteriores, hemos de permanecer en El: encuentro personal, comunicación intensa, oración, escucha en silencio de su Palabra, dejar que trabaje en nuestro interior, dedicarle a ello un tiempo de nuestro quehacer diario por pequeño que fuese, son cosas que pueden ayudarnos para intentar tener el colmo de la alegría que es algo así como la alegría colmada de la que nos habla el Evangelio de hoy. Como cuando uno está atiborrado de trabajo y a punto de asfixiarse y necesita un parón, aunque sea para hacer silencio, asomarse a la ventana y respirar un poco de aire fresco o respirar hondo, y luego seguir afrontando el quehacer que a uno le toca.
No podemos olvidar que las palabras del Maestro estos días son como un testamento para nosotros. Hoy vuelve a recordar que nos deja en el mundo, pero que no somos del mundo. Aún más, añade que el mundo nos odia, y sin embargo nos invita a esa perfecta alegría que El vive. No nos dice que nuestra vida va a estar libre de dificultades, ni de problemas, ni de incomprensiones, ni de dolor, ni de cruz, por que nuestra alegría, la que El le pide al Padre para nosotros, es compatible con todo ello.
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