(Jn 10,27-30): En aquel tiempo, dijo Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las ha dado, supera a todos y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
El pastor habla de sus ovejas, de todas, no distingue entre buenas y malas, con más o menos lana, las que siguen su voz o las descarriadas. Habla de todas, pues se le ha encargado la misión de conducirlas a todas. “No perecerán para siempre, y mi Padre que puede más que nadie, me ayudará, y nadie podrá arrebatarlas de su mano”.
El pastor es Jesús, nosotros sus ovejas. El nos conoce, nosotros le seguimos. Y a pesar de nuestros fallos, de nuestras debilidades nos dice que nos da la vida eterna, y que nadie nos quitará de su cuidado.
Y, como buen pastor, nos conoce individualmente, uno a uno, con nuestro nombre y apellidos, con nuestra historia, con nuestras vicisitudes, las de cada uno. No de forma general. Y además, dispuesto a defendernos. “Nadie las arrebatará de mis manos”.
A pesar de eso, cada oveja, cada uno de nosotros tiene que poner de su parte. Hay que seguirle. Y seguirle es eso: hacer realidad su Palabra en medio de la sociedad, y no solo en el interior de cada uno. También en cada uno. Ambas cosas: en uno mismo y en la sociedad, con quien uno se relaciona y donde uno trabaje, viva y se desarrolle
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